Políticos y médicos contra el uso de mascarilla: la extraña revuelta que arrasó durante la gripe española
«Ponte una máscara, salva tu vida», advertían ya en 1918 las autoridades sanitarias de Estados Unidos, en el peor momento de la pandemia más letal del siglo XX. A pesar de ello, un amplio sector de la sociedad y sus mandatarios se negó a protegerse, prefiriendo incluso ir a la cárcel que usarla «en defensa de la libertad»

«No sois invencibles, el virus puede llevaros al hospital o incluso mataros». «Hay cosas que dan más calor que la mascarilla». «Ponte una máscara, salva tu vida». A simple vista, no hay ninguna diferencia entre estos mensajes. Los tres podrían haberse difundido en cualquier ... medio de comunicación durante la actual epidemia de coronavirus , que ha matado ya a más de 1,5 millones de personas en todo el mundo desde febrero. El primero, de hecho, fue un aviso del director general de la Organización Mundial de la Salud (OMS), Tedros Adhanom Ghebreyesus, en agosto. Y el segundo, de la presidenta de la Comunidad de Madrid, Isabel Díaz Ayuso, una semana después de anunciar su uso obligatorio en verano.
El tercero, sin embargo, no es de los últimos meses. Tiene más de un siglo de antigüedad y fue difundido por la Cruz Roja como consecuencia de los estragos que estaba causando la mal llamada gripe española . Para algunos expertos, la peor pandemia del siglos XX, que surgió en Estados Unidos y llegó a Europa a través de Francia. Para otros, de la historia, con más de 40 millones de fallecidos entre 1918 y 1920, según cálculos de la OMS. Los científicos aseguran que contagió, al menos, a un tercio de la población mundial, calculada en aquel momento en 1.800 millones de habitantes. «La gran catástrofe demográfica causada por esta crisis impactó a la población contemporánea y ha seguido impresionando desde entonces. Hoy en día se calcula que hubo entre 50 y 100 millones de muertos, una cifra muy alejada de las primeras estimaciones de los años veinte del siglo pasado», explica María Isabel Porras en «La gripe española: 1918-1919» (Catarata, 2020).
Cierto es que la diferencia entre las dos epidemias es considerable, pero la cifra de muertos es lo suficientemente alarmante en ambas como para que resulte sorprendente que las peores actitudes de algunos ciudadanos se repitan. En septiembre, miles de negacionistas del Covid-19 se manifestaron en Roma , sin mascarilla, contra «la dictadura sanitaria». Pocos días después, en Trafalgar Square , Londres, los concentrados exigieron «libertad» y rechazaron su uso, a pesar de que Scotland Yard había advertido de que serían detenidos. El 16 de agosto, en la madrileña plaza de Colón , miles de ciudadanos más, igualmente sin mascarilla, mostraron pancartas con consignas como «no hay justificación científica que avale el protocolo». A lo que añadía después la portavoz del colectivo StopConfinamiento : «Reclamamos los derechos humanos y las libertades que el Gobierno nos está quitando con la excusa de un supuesto virus que ya no mata».
Estados Unidos en 1918
Hace un siglo, sin embargo, resultaba más incomprensible y absurdo que una parte de la población se revelara contra esta medida, puesto que no se conocían vacunas ni terapias farmacológicas efectivas contra la gripe española. En este sentido, es escandaloso el caso de Estados Unidos, el país donde se originó precisamente la pandemia y el que la difundió por Europa, ya que pocos de sus ciudadanos reaccionaron con responsabilidad frente a las restricciones establecidas para frenar su propagación, como el cierre de escuelas y negocios, la prohibición de reuniones públicas y la cuarentena de los infectados. Pero cuando se recomendó o exigió el uso de las mascarillas, la ira se desató a un nivel mucho mayor que el que había provocado el cierre de los negocios.

Fue a mediados de octubre de 1918, con esta gripe azotando el noreste de Estados Unidos y brotes creciendo rápidamente por todo el país, cuando el Servicio de Salud Pública comenzó a distribuir folletos recomendando que todos los ciudadanos la usaran. La Cruz Roja insertó anuncios en todos los periódicos en los que declaraba sin rodeos que «todo hombre, mujer y niño que no use la mascarilla debe ser considerado un negligente peligroso». Y daba a continuación instrucciones de cómo se usaban y hasta de cómo se podían fabricar en casa con gasa e hilo de algodón. «La pandemia fue también uno de los desencadenantes de que la Cruz Roja ampliara sus acciones más allá de los conflictos armados y se implicara activamente en la lucha contra los problemas de salud pública, como la gripe de 1918-1919», subraya Porras.
Aún así, hubo problemas con un amplio sector de la sociedad, que no hizo caso de las recomendaciones en algunos estados como California, Utah y Washington, cuyos departamentos de salud lanzaron iniciativas ante el aumento de los muertos. Los grupos de resistencia crecieron, oponiéndose a la invasión de carteles distribuidos por todo el país, en los que se presentaba el uso de mascarillas como un deber cívico. Tampoco les amedrantó la gran cantidad de titulares amenazantes que se leían a diario en la prensa: «Quien estornude sin taparse la boca será detenido», «Redadas policiales en bares en la guerra contra la pandemia» y «Toque de queda en la ciudad por la gripe».
«Mejor hacer el ridículo que estar muerto»
Algunos estados acabaron imponiendo la obligatoriedad del uso de la mascarilla ante el aumento desmedido de los contagios, lo que se encontró con una inesperada resistencia organizada aún mayor. San Francisco fue la primera ciudad en decretar dicha obligación, donde surgió inmediatamente después la Liga Anti-Máscara , fundada por E.C. Harrington, una sufragista y abogada que hizo una llamada a unirse a su causa en el « San Francisco Chronicle ». Sus argumentos eran prácticamente los mismos que esgrimen los negacionistas de hoy: su ineficacia y el supuesto ataque que representaba para su libertad. Pero la diferencia es que, allí, hasta los jueces salieron de las cortes para celebrar sus juicios al aire libre y sin mascarillas en señal de protesta.

El alcalde James Rolph se desvivía en vano intentado convencer a sus votantes de que «la conciencia, el patriotismo y la autoprotección exigen el cumplimiento inmediato y rígido del uso del tapabocas». Hubo tantos arrestos que el jefe de Policía advirtió a los funcionarios de que se estaba quedando sin celdas. Los jueces y oficiales se vieron obligados a trabajar hasta altas horas de la madrugada y los fines de semana para reducir las denuncias, pero nada. El 25 de enero de 1919, más de 2.000 miembros de la mencionada liga se manifestaban en el centro de San Francisco para denunciar la ordenanza. Y entre los asistentes, varios médicos destacados y un miembro de la Junta de Supervisores de San Francisco.
La obligación se extendió a ciudades como Denver, Seattle, Sacramento, Phoenix y Oakland, en las que se cerraron escuelas, iglesias, teatros, cines y peluquerías. El alcalde de esta última ciudad, John Davie , lanzaba el mensaje de que «lo sensato y patriótico, sin importar cuáles sean nuestras creencias personales, es proteger a nuestros conciudadanos uniéndonos a esta práctica». Y la recomendación de la Junta de Salud de Nueva York advertía de que «mejor hacer el ridículo que estar muerto», en referencia a aquellos que pensaban que la medida atentaba contra la estética.
Las primeras noticias llegaron a España a finales de 1918. El 28 de septiembre, un titular de «El Siglo Futuro» avisaba de «Los estragos de la gripe». «El subsecretario de Gobernación manifestó esta madrugada que, en las últimas 24 horas, se ha propagado la epidemia a muchos puntos del país». Y en octubre, la «Revista de Especialidades Médicas» ya informaba de que «la actual pandemia de París es una gripe que lanza un gran número de microbios al toser, por lo que el personal de asistencia a los enfermos debería proveerse de una mascarilla protectora constituida por pliegues de gasa».
Penas de cárcel
En Estados Unidos la situación no cambió y las autoridades tuvieron que organizar unidades policiales específicas para luchar contra el virus. Según el «San Francisco Chronicle», en un solo día fueron acusadas 100 personas de «perturbar la paz» al no usar mascarilla. Muchas de ellas fueron condenadas a pasar diez días en prisión y las restantes a pagar multas equivalentes a 80 dólares actuales. Entre ellas, el alcalde y el responsable de Salud de la ciudad nada menos, por acudir a una velada de boxeo sin la susodicha protección en la boca.
Los movimientos de protesta aumentaron en muchas ciudades. En noviembre de 1918, el «Garland City Globe» de Utah publicaba imágenes de personas usando mal la máscara, llevándola en la nuca o con agujeros para poder fumar a modo de broma. Se podía ver, incluso, a los camilleros que transportaban a las víctimas de la pandemia, mientras el número de muertos y contagiados aumentaba rápidamente.

Los diarios inundaban cada vez más sus páginas con las sanciones impuestas por la Policía y la respuesta de un gran número de tiendas, que no estaban dispuestas a prohibir la entrada a los clientes desenmascarados. También de los trabajadores, que se quejaban de lo incómodas que eran. Y se podían leer todo tipo de anécdotas, como la vendedora de Denver que se negó a ponérsela porque, según dijo, «se le dormía la nariz». El prestigioso médico que comentó en un debate público que, «si apareciera un hombre de las cavernas en la actualidad, pensaría que los ciudadanos enmascarados son todos unos lunáticos». Y el banquero de Tucson que prefirió ir a la cárcel antes que pagar la multa que le habían impuesto.
Es como si no hubiéramos aprendido de estos errores, porque la Policía Municipal de Madrid puso más de 13.000 sanciones por no llevar mascarilla solo en agosto y septiembre . Y lo mismo ha ocurrido en la mayoría de las capitales europeas, donde las cuantías más altas varían desde los 3.000 euros de Roma, hasta los 25 de Luxemburgo y Dublín, pasado por los 250 de Bruselas, los 150 de Atenas y Sofía y los 50 de Berlín.
«Fue ignorada por la gente»
En la Europa de entonces no se decretaron medidas obligatorias respecto a las mascarillas durante la Primera Guerra Mundial. Gran Bretaña fue el único país donde se recomendó su uso, aunque solo en las grandes ciudades y únicamente a ciertos grupos como las enfermeras. En España, el Gobierno de Antonio Maura promovió el cierre de teatros e instó a los dirigentes provinciales a que limitaran el aforo de los eventos públicos, provocando un gran enfrentamiento con la Iglesia. Pero de la máscara, nada.
En Estados Unidos los funcionarios del departamento de Salud entendieron pronto que cambiar el comportamiento de la sociedad iba a ser una tarea difícil. El responsable sanitario de Sacramento tuvo que celebrar varias reuniones con ellos para convencerles de que cumplieran con la normativa. En Los Ángeles y Utah ni siquiera fue aprobada, bajo el argumento de que los ciudadanos sentirían una falsa seguridad y relajarían las precauciones. En Seattle, los conductores de tranvías se negaron a denegar la entrada a los pasajeros que no la llevaran. En Portland se produjo un acalorado debate en el que un concejal calificó la medida de «inconstitucional», advirtiendo que, «bajo ninguna circunstancia, me pondrán un bozal como si fuera un perro hidrófobo». Como lo expresó un periódico local de Colorado, la orden de usar máscaras «fue casi totalmente ignorada por la gente. De hecho, es motivo de burla».
Así continuó hasta que, a finales de 1919, un noticia incontestable produjo un cambio de mentalidad en todo el país: «El de los datos sobre la incidencia de la enfermedad en las regiones de Estados Unidos que habían impuesto el uso obligatorio de la mascarillas, en comparación con las que no lo habían exigido», apuntaba este verano a la BBC el epidemiólogo Stephen Willis , del Instituto Nacional de Alergias y Enfermedades Infecciosas estadounidense.
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